La verdad es que no quería ir al centro de salud pero un fuerte dolor
de cabeza me impedía disfrutar de mi descanso y de mis quehaceres en casa.
Estos últimos no me gustan demasiado. No sé cuando conviene limpiar la ducha, si
antes o después de usarla. Tampoco me gusta el ruido de la lavadora, mezclo el
jabón y el suavizante, la enciendo y me voy a la calle. Al principio me equivocaba
con las cantidades adecuadas. Ya no me pasa el encontrarme la espuma en el
recibidor.
Cuando trabajo, todo es más fácil. Estas tareas son sólo las justas
para mantener un bonito desorden, de aquellos que se pueden enseñar cuando alguien
te visita. Ahora, que tengo unos días de vacaciones, no espero a nadie pero las
tareas pendientes se multiplican conforme abro armarios. No me queda ninguno
vacío.
Siempre me han llamado Rufo, vivo solo desde que supe que no quería a
mi novia, no lo bastante. Estaba con ella porque era buena chica. El mes pasado
Silvia se casó con un estupendo muchacho que toca la trompeta. Yo también lo
soy.
Trabajo en un centro social, toco el tambor, ayudo a otras personas y
aprendo jardinería.
Bien, el dolor en la cabeza no se iba, tuve que ir al centro de salud.
Es un lugar que no me gusta porque allí la gente observa mucho a los demás. La
mayoría de las veces me fastidia que me miren y tener que devolver esa mirada.
Cuando llegué al mostrador estaba vacío. Siempre que voy, me acuerdo
de ir a la hora en que mi vecina Paula llama a comer a sus hijos. La deben
escuchar en todo el pueblo, la comida es sagrada aquí. Esperé después de coger
el numerito: el 33, ¡la torre!, ¡agárramela y corre! Un pasaje de la escuela,
una anécdota como otra cualquiera. Sólo lo pensé, hay veces que lo digo en voz
alta. Me contuve.
Sentado, vi pasar a un doctor, quise preguntarle dónde estaba la gente
pero no dio tiempo para tanto. Llevaba el teléfono en la oreja y mucha prisa.
Por fin apareció una señorita con el pelo largo, unos ojos brillantes,
una boca muy sonriente y una bata blanca que escondía una blusa de color
granate, como las cerezas maduras que mi tía Teresa usaba para aquellos
pasteles que echo de menos. Siguió sonriendo cuando me dijo:
-Hola, ¿qué desea?
La verdad es que me hizo pensar su pregunta pero, apartando de mi
mente aquellos pasteles de cereza, le respondí:
-Tengo un fuerte dolor aquí -me señalaba la cabeza- y quería ver al
médico.
-Pues déjeme la tarjeta, por favor.
Una vez que tuvo mis datos, me dijo que subiera a la consulta 3. Así
lo hice mientras recordaba su última sonrisa y sus ojos, incluso su pelo y el
color cereza de aquella blusa bajo la bata blanca.
Cuando salí del médico, ella no estaba ya. El médico acertó en el
diagnóstico pero quien me curó fue la señorita. Mañana vuelvo, pensé al instante.
Espero volver a ver aquel pastel de cerezas.